Antes de dar por cerrada la temporada 20-21 de odios y espantos navideños, quiero poner un espejo ante mis narices y las de muchos de nosotros. Este es el resultado obtenido:
Antes de seguir pido perdón al noble, paciente y abnegado asno (burro, jumento o pollino) por la comparación. Lo hago por pundonor porque en su «prao» no hay conexión a internet ni pajolera falta que le hace al bicho.
Si hay algo que caracteriza a estos animales es la cabezonería que hace casi imposible moverlos (ni a palos, dicen) como hayan tomado una decisión. Eso mismo nos ha pasado a los humanos (y humanas, aquí no se libra ni dios) en estas-fechas-tan-señaladas en las que hemos decidido que hay que hacer lo de siempre y de esa idea no se nos mueve (ni a multas, dicen). Hablando el otro día con una leonesa (cazurra gente también) que vive en Alemania, me informa de que por esos lares (Frankfurt a.M.) son incluso más burros y cabezones que nosotros. Me cuesta creerlo, la verdad, a pesar de que esas gentes han dado muestras sobradas de ello. Volviendo al camino, que me desvío. Por haber hecho gala de nuestra decisión inamovible de celebrar como siempre se ha hecho, nos vemos ahora en la cuesta ascendente de la tercera ola del archiconocido Covid-19 que ya cumple dos añitos casi (y lo que le queda). Con otras palabras: de aquellos polvos, estos lodos, o lodazales como reza el título.
Hala, sigamos con nuestras cabezonerías a ver quién puede más, si el puto virus o nosotros.
Hasta el año que viene si las diosas quieren.